Introducción.
La persona siente una gran necesidad de
afiliación social, quiere volver, como diría un
psicoanalista, a verse acogido en el grato seno materno. Cada sociedad presenta
al individuo un completo cuadro de referencia, para que en él configure su
mente y su conducta. Esta socialización o asimilación del individuo a la
sociedad comienza en la cuna y la familia, y sigue en la escuela, el taller, la
televisión y la calle. En todo momento el mundo catequiza a sus hijos,
enseñándoles qué deben pensar y hacer en cada circunstancia, reforzando con premios a quienes
guardan ciertas actitudes, y reprobando
eficazmente a los disidentes.
Esta
socialización es, claro está, ambivalente. Por una parte ayuda a la persona, da estabilidad a sus actitudes, le hace heredar
una tradición, le da ocasión de conocerse a sí mismo y de manifestarse a los
otros, le estimula con medios y orientaciones. Pero, por otra parte, la intensa
afiliación social impide la verdadera
vida personal y el acceso a los más altos valores. En efecto, cuando la persona
se remite completamente a lo mayoritario o a su grupo de referencia, no vive ya
desde sí misma, sino desde lo colectivo, y cae inevitablemente en lo malo o al
menos en lo mediocre. Y tal afiliación social se hace aún más ambigua cuando se
produce en un grupo de fuerte cohesión interna, en cual el individuo queda
-quizá gozosamente- atrapado.
El
aislamiento, en cambio, deja al
hombre en una situación excesivamente conflictiva y difícil, sin soluciones
establecidas, desprovisto de los datos, medios y estímulos que la sociedad
ofrece al individuo. Difícil es que el hombre desarrolle su libertad en el
aislamiento sin una afiliación social suficiente. Una vez más comprobamos que la
verdad integral exige una síntesis de extremos aparentemente contrapuestos, un
equilibrio, un discernimiento consciente y libre.
El hombre carnal es el más ávido de
afiliación social, pues es quien más desea el éxito en el
mundo, y quien más teme su reprobación. Incluso llega con frecuencia a una
aberración suma: se estima a sí mismo
según la estima del mundo. Es el caso de un pintor que no estima su propia
obra porque no tiene venta (Van Gogh,
en cambio, siguió fiel a su pintura, en medio de grandes miserias, aunque sólo
logró vender un cuadro). Es el caso del sacerdote que pierde la estima de su
ministerio, y lo abandona, porque no
recibe suficiente aprobación social (Jesús, aunque fue socialmente rechazado,
no abandonó su misión, y la consumó en la cruz). La cosa es clara: el hombre
que no se estima a sí mismo en función de valores absolutos, sino según la
estimación social, es capaz de las bajezas más lamentables.
En
fin, profetas judíos, ascetas orientales, maestros cristianos, filósofos
modernos, psicólogos y sociólogos, todos, desde perspectivas muy distintas, confirman la mundanidad del hombre carnal,
es decir, del hombre no liberado del mundo por el Espíritu. Si el hombre no se
arraiga profundamente en la Verdad que transciende el tiempo, no puede menos de
verse atrapado por el mundo.
La libertad del
mundo en la Biblia
Así
las cosas, se entiende que si Dios quiere hacer hombres realmente nuevos, habrá
de liberarlos primero de «los elementos del mundo» que les esclavizan (Gál
4,3). Los cristianos somos santificados (Jn 17,17-19) por la introducción en la
esfera divina de lo santo -el Padre
es santo (17,11), el Hijo es santo (10,36), el Espíritu es santo (14,26)-, que
se contrapone a la esfera del mundo,
el cual no es santo. De este modo los
cristianos, al ser santificados por Dios, somos desmundanizados. Es decir,
«a la desmundanización corresponde en
términos positivos participar en la santidad de Dios», escribe J. M. Casabó en La teología moral en San Juan, y añade:
«Se comprende que, en plena consonancia con el Antiguo Testamento, esta
designación pertenezca al nivel óntico antes que al ético» (Madrid, Fax 1970,
228-229).
Pues
bien, la sagrada Escritura enseña que esa
desmundanización ontológica posibilita y exige una desmundanización psicológica
y moral. La Revelación divina que ilumina al profeta y al apóstol los hace extrañarse del mundo, al que son
enviados para proponer unos pensamientos y caminos de Dios, distintos a los
pensamientos y caminos de los hombres (Is 55,8). Esto implica un enfrentamiento,
y también un peligro muy grave para el enviado por Dios; y es previsible que se
verá tentado de callar para evitar sufrimientos (Jer 20,7-9). Por eso Yavé le
dice a su profeta: «Todos se volverán a ti, no serás tú quien te vuelvas a
ellos» (15,19); «no te quiebres ante ellos, no sea que yo a su vista te
quebrante a ti» (1,17). San Pablo declara valientemente: «Yo no me avergüenzo
del Evangelio» (Rm 1,16), y exhorta a su colaborador apostólico: «No te
averguences jamás del testimonio de nuestro Señor» (2 Tim 1,8; +1,16).
Pero
no sólo profetas y apóstoles, todo el
Pueblo de Dios debe extrañarse del mundo, debe salir de Egipto, o si se
quiere, debe volver a Jerusalén desde el exilio mundano: «Partid, partid, salid
de ahí» (Is 52,11). El Pueblo elegido es purificado del mundo durante largos
años en el desierto. La Iglesia sabe bien que, aun estando en el mundo, no
pertenece a su orden, es extraña a su régimen, y forma así un pueblo peregrino,
que vive en el mundo como forastero (1 Pe 2,11).
De
ahí las exhortaciones del Apóstol: «No os hagáis siervos de los hombres» (1 Cor
7,23). «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay
entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué parte del creyente con el infiel?» (2
Cor 6,14-18). «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la
renovación de la mente» según Dios (Rm 12,2). Así como la santificación aparece
en la Biblia como desmundanización, el
pecado del Pueblo de Dios será la mundanización de su mente y su conducta.
«Emparentaron con los gentiles, imitaron sus costumbres, adoraron sus ídolos,
cayeron en sus lazos» (Sal 105, 35-36). «Siguieron las costumbres de las
gentes. Se fueron tras las vanidades y cayeron así ellos mismos en la vanidad,
como los pueblos que los rodeaban, y a quienes Yavé les había prohibido imitar»
(2 Re 17,8. 15).
La
Biblia juzga diversamente, según el punto de vista y las circunstancias, la
relación entre la persona y el mundo. En ocasiones el tema provoca una fuerte
dialéctica. Abundan los estudios que ponen de relieve la bondad de la creación,
del trabajo y el progreso en la Revelación. Ensalzan la actitud positiva y
encarnacionista del creyente en su medio. El mundo y la historia se presentan
como realidades fundamentalmente válidas, consistentes, inteligibles. Son aptas
para que el ser humano escale ulteriores niveles de desarrollo y progreso.
Desde la primera página la Biblia exhorta a crecer, multiplicarse y dominar la
tierra. No se oculta el pecado, pero tampoco se pone en tela de juicio todo
cuanto de positivo tiene la creación. El cosmos sigue siendo un reflejo de la
gloria y el poder de Dios. El mundo ha tenido la dignidad de servir de
escenario a Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado.
Históricamente
esta visión se fue interconectando con las adquisiciones de la filosofía
griega, según la cual, el hombre es el centro y medida de todas las cosas. La
fusión entre el patrimonio bíblico y la perspectiva griega dio como resultado
una valoración positiva del mundo y del ser humano: fundamentalmente bueno,
digno, inteligible. Fe y razón se complementan y conjuntamente son capaces de
grandes gestas. La Iglesia tiene que sembrar la semilla del mensaje cristiano
en este mundo. Un mundo que suspira por desarrollarse cristianamente, aun
cuando no es del todo consciente de tal aspiración. S. Justino reflexionará
sobre el particular: todo tiene sentido y apunta implícitamente a Cristo, pues
que la realidad existe precisamente en cuanto el Logos la llama al ser.
Sucede,
sin embargo, que la valoración positiva del mundo, la historia y el trabajo no
es la única tradición que encontramos en la Biblia. La literatura sapiencial
tardía, concretamente el Eclesiastés, destila negativismo. La vida es vana y
fugaz, la miseria humana no tiene fondo, la historia parece ser más cíclica que
lineal (Si 1,4-7.9-10: 3,15). El autor reflexiona y concluye que no hay nada
que esperar, a no ser en el más allá (Si 3,18-21: 9,4-10: 12,5-7). Una tal
perspectiva contiene la semilla de la devaluación del mundo, la historia y el
trabajo. Y, como contrapartida, tenderá a concentrarse en Dios como Absoluto
único y contraponerse a todo lo terreno e incluso humano.
El
Nuevo Testamento parece beber de estas fuentes en algunos textos o, al menos,
muestra una afinidad de fondo. La sabiduría del mundo se opone a la de Dios
(ICor 1,20) y Satanás es el príncipe de este siglo (Rom 12,31: 14,30: 16,11).
Por supuesto, Pablo no niega los elementos positivos de la creación, en la cual
pueden rastrearse las huellas mismas del Dios Creador (Rom 1,19-23; 2,14-25).
Varios
textos neotestamentarios suponen el inmediato final (el esjaton) que cambiará
las cosas de modo decisivo. Si se espera para un tiempo muy cercano la próxima
venida de Cristo, nada extraña que las realidades del mundo se miren con
indiferencia y despreocupación, si no con menosprecio. La urgencia del momento
relativiza todo posible interés de lo mundano e histórico. Los problemas
sociales, políticos y terrenos pasan a segundo lugar. Las relaciones entre amos
y esclavos, varones y mujeres tienen que guiarse por la caridad (individual),
claro está, pero no es el momento de transformar estructuras ni trabajar por la
emancipación de los esclavos o de las mujeres. Los proyectos a medio y largo
plazo están fuera de lugar.
La
teología de la redención se sobrepone y sofoca a la de la creación. Cristo es
el alfa y el omega del mundo y la historia, pero no es menos cierto que el
mundo ha crucificado a Cristo y lo ha expulsado fuera de los muros de la ciudad
(Heb 13,12). La Palabra no fue aceptada por el mundo, los suyos la rechazaron
(Jn 1,10-12). Habrá que subrayar la redención, la necesidad de la gracia. S.
Juan tendrá muy en cuenta que es preciso vivir en el mundo sin ser del mundo,
que el mundo odia a quienes no le pertenecen...
El
enfoque bipolar repercutirá posteriormente en la espiritualidad, pues el
pluralismo bíblico no siempre lo resolverán con equilibrio y sensatez las
diversas escuelas de espiritualidad. Unos, como Justino, insistirán en que las
semillas del Verbo han sido sembradas en toda realidad terrena y, por tanto,
todo cuanto hay de válido, bueno y humano, les pertenece también a los
cristianosiii. Otros, como los Padres del desierto, identificarán el peligro en
la instalación y mundanización de un cristianismo que olvida poco a poco su
dimensión escatológica. Por otra parte la tensión entre institución y carisma
irá radicalizándose, de modo que la Iglesia jerárquica tratará de controlar las
expresiones de los carismáticos y los contestadores. Ahora bien, a medida que
se multiplica la burocracia y las estructuras, se debilita el Espíritu.
Los
que sintonizan más con el mundo y las realidades terrenas hablan de los
cristianos como el alma del mundo y de que son ciudadanos intachables,
preocupados por la ciudad. Los que mantienen fijos los ojos en el cumplimiento
escatológico descalifican las obras humanas por pecaminosas. La tensión se
reflejará en muy diversos temas y situaciones a lo largo de la historia. Unos a
favor de la razón, otros de la fe, generando fuertes discusiones entre la
teología y la ciencia. La evangelización sufrirá la ley del péndulo: en
ocasiones se valoran y asumen en lo posible las experiencias y sentimientos
religiosos de los pueblos a evangelizar, pero a veces se exorcizan como
realidades satánicas.
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