Origen de la
llamada a la vida consagrada
Por
el camino de la voluntad fundadora de Cristo
Seguimos para desarolar ete tema el articulo el LOSSERVATORE
ROMANO, 12 de octubre de 1994
1. Lo que más importa en las antiguas y
nuevas formas de vida consagrada es que en ellas se
discierna la conformidad fundamental con la voluntad de Cristo,
que instituyó los consejos evangélicos y, en ese sentido,
fundó la vida religiosa y todo estado de consagración que se le
asemeje. Como dice el Concilio Vaticano II, los consejos
evangélicos están «fundados en las palabras y ejemplos del
Señor» (Lumen gentium, 43).
Hubo quienes pusieron en duda esta fundación, considerando la
vida consagrada como una institución puramente humana, que
había nacido por la iniciativa de algunos cristianos que
deseaban vivir más a fondo el ideal del Evangelio. Ahora bien,
es verdad que Jesús no fundó directamente ninguna de las
comunidades religiosas que han ido desarrollándose
paulatinamente en la Iglesia, ni estableció tampoco formas
particulares de vida consagrada. Pero lo que sí quiso instituir
es el estado de vida consagrada, en su valor general y en sus
elementos esenciales. No existe una prueba histórica que permita
explicar ese estado mediante una iniciativa humana posterior, y
tampoco resulta fácil considerar que la vida consagrada -que ha
desempeñado un papel tan importante en el desarrollo de la
santidad y de la misión de la Iglesia- no tenga su origen en la
voluntad fundadora de Cristo. Si analizamos bien los testimonios
evangélicos, descubrimos que esa voluntad aparece allí de modo
clarísimo.
2. El evangelio nos muestra que Jesús, desde el comienzo de
su vida pública, llamaba a algunos hombres para que lo sigan.
Esta llamada no se expresa necesariamente con palabras: puede
realizarse simplemente mediante la fascinación que ejerce la
personalidad de Jesús en las personas con quienes se
encontraban, como en el caso de los dos primeros discípulos,
según la narración del evangelio de Juan. Andrés y su
compañero (que parece ser el mismo evangelista), que ya eran
discípulos de Juan Bautista, se sienten fascinados y casi
cautivados por aquel que se les presenta como «el cordero de
Dios»; y enseguida lo siguen, sin que Jesús les haya dirigido
ni siquiera una palabra. Cuando Jesús les pregunta: «¿Qué
buscáis?», le responden con otra pregunta: «Maestro, ¿dónde
vives?». Y entonces reciben la invitación que cambiará su
vida: «Venid y lo veréis» (Jn 1, 38-39).
Pero, en general, la expresión más característica de la
llamada es la palabra: «Sígueme» ( Mt
8, 22; 9, 9; 19, 21; Mc 2, 14, 10, 21; Lc 9, 59;
18, 22; Jn 1, 43; 21, 19). Esa
palabra manifiesta la iniciativa de Jesús. Con anterioridad,
quienes deseaban seguir la enseñanza de un maestro, elegían a
la persona que querían convertirse en discípulos. Por el
contrario, Jesús, con esta palabra: «Sígueme», muestra que es
él quien elige a los que quiere tener como compañeros y
discípulos. En efecto, más tarde dirá a los Apóstoles «No me
habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a
vosotros» (Jn 15, 16).
En esta iniciativa de Jesús aparece una voluntad soberana,
pero también un amor intenso. El relato de la llamada dirigida
al joven rico permite vislumbrar ese amor. Allí se lee que,
cuando el joven afirma haber cumplido los mandamientos de la ley
desde su juventud, Jesús, «fijando en él su mirada, le amó»
(Mc 10, 21). Esa mirada penetrante, llena de amor,
acompaña su invitación: «Anda, vende cuanto tienes y dáselo a
los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y
sigueme» (Mc 10, 2 l). Este amor divino y humano de
Jesús, tan ardiente que en un testigo de la escena quedó muy
grabado, es el mismo que se repite en toda llamada a la entrega
total de sí en la vida consagrada. Como he escrito en la
exhortación apostólica Redemptionis donum: «En él se
refleja el eterno amor del Padre, que "tanto amó...
al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn
3, 16)» (n. 3).
3. También según el testimonio del evangelio, la llamada a
seguir a Jesús implica exigencias muy amplias: el relato de la
invitación al joven rico destaca la renuncia a los bienes
materiales; en otros casos se subraya de modo más explícito la
renuncia a la familia (cf., Lc 9, 59-60). Por lo general,
seguir a Jesús significa renunciar a todo para unirse a él y
acompañarlo por los caminos de su misión. Se trata de la
renuncia que aceptaron los Apóstoles, como afirma Pedro: «Ya lo
ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt
19, 27). Precisamente al responder a Pedro Jesús indica la
renuncia a los bienes humanos como elemento fundamental de su
seguimiento (cf. Mt 19, 29). El Antiguo Testamento nos
muestra que Dios pedía a su pueblo que lo siguiera mediante el
cumplimiento de los mandamientos, pero sin formular exigencias
tan radicales. Por el contrario, Jesús manifiesta su soberanía
divina exigiendo una entrega absoluta a su persona, hasta el
desapego total de los bienes y de los afectos terrenos.
4. Sin embargo, conviene notar que, aun formulando las nuevas
exigencias que implicaba la llamada a seguirlo Jesús, deja a los
llamados la libertad de elegirlas. No son mandamientos, sino
invitaciones o consejos. El amor con que Jesús llama al
joven rico, no quita a éste el poder de decidir libremente, como
lo muestra el hecho de que no quiere seguirlo, por preferir los
bienes que posee. El evangelista Marcos comenta que el joven «se
marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc
10, 22). Jesús no lo condena por eso. Pero, a su vez, observa
con cierta aflicción que a los ricos les resulta difícil entrar
en el reino de los cielos, y que sólo Dios puede llevar a cabo
ciertos desapegos, ciertas liberaciones interiores, que permitan
responder a su llamada (cf. Mc 10, 23-27).
5. Por otra parte, Jesús asegura que las renuncias que exige
la llamada a seguirlo obtienen su recompensa, un «tesoro en los
cielos», o sea, una abundancia de bienes espirituales. Promete
incluso la vida eterna en el futuro, y el ciento por uno en esta
vida (cf. Mt 19, 29). Ese ciento por uno se refiere a una
calidad de vida superior, a una felicidad más alta. La
experiencia nos enseña que la vida consagrada, según el
designio de Jesús, es una vida profundamente feliz. Esa
felicidad se mide en relación con la fidelidad al designio de
Jesús, a pesar de que, según la alusión que hace Marcos en el
mismo episodio a las persecuciones (cf. Mc 10, 10), el
ciento por uno no elimina la necesidad de asociarse a la cruz
de Cristo.
6. Jesús llamó también a algunas mujeres para que lo
siguieran. El evangelio nos dice que un grupo de mujeres
acompañaba a Jesús, y que esas mujeres eran numerosas
(cf. Lc 8, 1-3; Mt 27, 55; Mc 15,
40-41). Se trataba de una gran novedad en
relación con las costumbres judías: sólo la voluntad
innovadora de Jesús, que incluía la promoción y, en cierto
modo, la liberación de la mujer, puede explicar ese hecho. Los
evangelios no nos relatan la vocación de ninguna mujer; pero la
presencia de numerosas mujeres con los Doce junto a Jesús supone
su llamada, su elección, silenciosa o explícita.
De hecho, Jesús muestra que el estado de vida consagrada, que
consiste en seguirlo, no está unido necesariamente al ministerio
sacerdotal, y que ese estado concierne tanto a las mujeres como a
los hombres, cada uno en su campo y con la función que le asigna
la llamada divina. En el grupo de mujeres que seguían a Jesús
se puede vislumbrar el anuncio y, más aún, el núcleo inicial
del gran número de mujeres que se comprometerán en la vida
religiosa o en otras formas de vida consagrada, a lo largo de los
siglos de la Iglesia, hasta hoy. Esto vale para las consagradas,
pero también para tantas otras hermanas nuestras que siguen,
mediante formas nuevas, el ejemplo auténtico de las
colaboradoras de Jesús: por ejemplo, como voluntarias seglares
en numerosas obras de apostolado y en diversos ministerios y
oficios de la Iglesia.
7. Quiero concluir esta catequesis reconociendo que Jesús, al
haber invitado a algunos hombres y a algunas mujeres a
abandonarlo todo para seguirlo, inauguró un estado de vida que
ha ido desarrollándose poco a poco en su Iglesia, en las
diferentes formas de vida consagrada, concretada en la vida
religiosa y también -para los elegidos por Dios- en el
sacerdocio. Desde los tiempos evangélicos hasta hoy ha seguido
actuando la voluntad fundadora de Cristo, que se manifiesta en
esa hermosísima y santísima invitación dirigida a tantas almas
«¡Sígueme!».
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